Por suerte, aún no he perdido el hábito de salir a correr al menos una vez a la semana. Esos días, calzo mis zapatillas, me pongo los auriculares y empiezo a correr pensando en los caminos que transitaré. La verdad es que el correr en una ciudad que uno no conoce es mucho más emocionante que atravesar las calles de lugares en los que se ha vivido durante cierto tiempo. Y es que, si hay algo que odio cuando voy a correr, es repetir la ruta a seguir.
Zancada tras zancada y con la música de fondo, me siento realmente dueño de mí mismo al darme cuenta de que soy capaz de llegar muy lejos sin recurrir a medios como el coche, el autobús, o el tren. Soy yo el que decide la dirección que hay que tomar, la longitud de mis zancadas, y el ritmo con el que avanzo. Sin embargo, a menudo no sé a donde me llevarán los caminos que elija; pero es precisamente este aspecto lo que hace que correr me encante. Además, no hay prácticamente ningún obstáculo que no pueda superarse sin una inyección adicional de esfuerzo. Sin ir más lejos, ayer, tras recorrer una curva bastante cerrada, me encontré con la cuesta de mayor pendiente que he visto jamás. A pesar de todo ello, yo estaba deseoso de llegar a la cima para ver que había "más allá". Cuando finalmente logré alcanzar el punto más alto, me encontré tres escaleras que descendían de frente, hacia la izquierda, y hacia la derecha. Tras pensar rápidamente que los caminos de los laterales podían acabarse muy pronto, decidí tomar el que, desde mi punto de vista, parecía el más largo, ya que me permitiría continuar durante mucho tiempo sin tener que darme la vuelta... y así estuve durante algo más de una hora.
El caso es que hoy escribo sobre esto porque, después de llegar a casa, me encontraba tan agotado que simplemente me dejé caer en la hierba del jardín. Y cómo no (ya sabéis que me encanta eso de darle al coco) decidí que qué mejor momento para reflexionar que estando allí tumbado, descansando. Pensé en por qué voy a correr, qué consigo con ello, qué implica sentirme libre mientras lo hago... y no sé cómo llegue a la conclusión de que el hecho de salir a correr, y la vida, se parecen mucho (fijaros lo cansado que debía de estar como para terminar con esto).
En primer lugar, hay que tener muy claro que en una vida "plena", nosotros somos los dueños de nuestras acciones y nadie nos dice los que tenemos que hacer (en el buen sentido) sino que nosotros decidimos si lo hacemos o no, es decir, en la vida, nosotros elegimos el camino.
Segundo, a menudo no sabemos que nos va a deparar la próxima curva o, lo que es lo mismo, el destino.
Y tercero, según nuestras capacidades, recorremos el camino en más o menos tiempo. Sin embargo, este es uno de los puntos más complicados porque, frecuentemente, no sabemos dónde están nuestros límites, por lo que podemos cometer dos errores: o sentir que podríamos haberlo hecho mejor, o no llegar al final y "pinchar" por el camino. Sólo el practicar una y otra vez no enseñará a dosificar nuestro esfuerzo de forma que demos lo mejor de nosotros mismos. Algo similar pasa en el día a día. A veces nos damos cuenta de que podríamos haber hecho más (por ejemplo, mi querido hermano Pablo, aunque él es afortunado y puede vivir tranquilamente con esa idea); o, por el contrario, nos exigimos demasiado y al final explotamos (por ejemplo, mi madre, que cada día se propone una lista interminable de cosas por hacer , y en ocasiones, tiende a enfadarse al final del día porque no ha podido completar todo lo que tenía escrito en su agenda y se siente culpable, en lugar de convencerse a sí misma de que realmente era demasiado incluso para ella).
En definitiva, concluyo una vez más con que la mejor compañera de viaje es la experiencia. Eso sí, depende de nosotros y de nuestro tacto el ganarse su amistad.
lunes, 27 de abril de 2009
viernes, 24 de abril de 2009
Hace muchísimo tiempo que no escribía nada, no sé si por pereza, por olvido, o por falta de tiempo.
Y es este hecho lo que me hace preguntarme por algo que a menudo damos asumimos con una facilidad asombrosa: el tiempo.
¿Qué es? El tiempo es imparable, no espera a nadie, no se compra ni se vende, no tiene ni principio ni fin... y así podríamos estar durante horas pensando en sus cualidades sin llegar nunca a saber qué es realmente.
Sentimos la presencia del tiempo porque las cosas a nuestro alrededor cambian constantemente, y es evidente que si algo "quiere" cambiar, necesita tiempo. Luego, aparentemente, podríamos decir sin miedo a equivocarnos que cambio y tiempo están relacionados. De hecho, Aristóteles describió el tiempo como el intervalo entre el estado final y el inicial. Pero entonces, ¿es correcto pensar que si no hay cambios, tampoco hay tiempo? Evidentemente no.
Imaginemos un espacio vacío e inmenso. En su "interior" no hay absolutamente nada. Después de años de observación vemos que todo permanece igual que al principio. A pesar de todo ello, nosotros sabemos que el tiempo ha pasado. La conclusión inmediata es que probablemente el tiempo sea una propiedad inherente del espacio, luego no podemos escapar del tiempo.
Rara vez el tiempo ha sido nuestro amigo. Mientras que nos permite ver cosas maravillosas como la evolución de la naturaleza en las distintas estaciones del año, o cómo nuestros hijos van creciendo; por otra parte, es responsable del estrés de nuestras vidas, del envejecimiento de nuestros cuerpos, y, en última instancia, de la muerte.
Si nos paramos a pensar un poco, en el colegio, no sólo nos enseña historia, matemáticas, física, biología... sino que de manera mucho más global, nos enseñan a aprovechar el tiempo. ¿Quién no ha oído nunca en clase (por no decir en casa) la frase "¡Fulanito! ¡Deja de perder el tiempo!"? Sin embargo, el aprovechar el tiempo o no es algo bastante subjetivo. De hecho, yo lo definiría como "utilizarlo de forma que satisfaga nuestros propósitos en un momento determinado". Luego tenemos que para la misma persona, dos situaciones distintas pueden suponer una inversión o un malgasto del tiempo.
Cuando somos pequeños, apenas apreciamos el tiempo porque no nos damos cuenta de su valor; pero a medida que vamos creciendo aprendemos a utilizarlo de manera óptima.
No obstante, ni el aprovechar al máximo cada milésima de segundo nos salvará del "tic-tac" final, la muerte.
No sé si sonará extraño, pero yo no me quiero morir. No es que le tenga miedo a la muerte, sino que, como dije en la primera entrada del blog, quiero encontrar una respuesta a todas mis preguntas, entre las cuales está el si tendré tiempo después de la muerte. Y mientras mi reloj continúa con la marcha atrás, yo sigo intentando hallar una respuesta para esta incógnita, y si alguno la encuentra primero, que vuelva aquí, y me la cuente.
Y es este hecho lo que me hace preguntarme por algo que a menudo damos asumimos con una facilidad asombrosa: el tiempo.
¿Qué es? El tiempo es imparable, no espera a nadie, no se compra ni se vende, no tiene ni principio ni fin... y así podríamos estar durante horas pensando en sus cualidades sin llegar nunca a saber qué es realmente.
Sentimos la presencia del tiempo porque las cosas a nuestro alrededor cambian constantemente, y es evidente que si algo "quiere" cambiar, necesita tiempo. Luego, aparentemente, podríamos decir sin miedo a equivocarnos que cambio y tiempo están relacionados. De hecho, Aristóteles describió el tiempo como el intervalo entre el estado final y el inicial. Pero entonces, ¿es correcto pensar que si no hay cambios, tampoco hay tiempo? Evidentemente no.
Imaginemos un espacio vacío e inmenso. En su "interior" no hay absolutamente nada. Después de años de observación vemos que todo permanece igual que al principio. A pesar de todo ello, nosotros sabemos que el tiempo ha pasado. La conclusión inmediata es que probablemente el tiempo sea una propiedad inherente del espacio, luego no podemos escapar del tiempo.
Rara vez el tiempo ha sido nuestro amigo. Mientras que nos permite ver cosas maravillosas como la evolución de la naturaleza en las distintas estaciones del año, o cómo nuestros hijos van creciendo; por otra parte, es responsable del estrés de nuestras vidas, del envejecimiento de nuestros cuerpos, y, en última instancia, de la muerte.
Si nos paramos a pensar un poco, en el colegio, no sólo nos enseña historia, matemáticas, física, biología... sino que de manera mucho más global, nos enseñan a aprovechar el tiempo. ¿Quién no ha oído nunca en clase (por no decir en casa) la frase "¡Fulanito! ¡Deja de perder el tiempo!"? Sin embargo, el aprovechar el tiempo o no es algo bastante subjetivo. De hecho, yo lo definiría como "utilizarlo de forma que satisfaga nuestros propósitos en un momento determinado". Luego tenemos que para la misma persona, dos situaciones distintas pueden suponer una inversión o un malgasto del tiempo.
Cuando somos pequeños, apenas apreciamos el tiempo porque no nos damos cuenta de su valor; pero a medida que vamos creciendo aprendemos a utilizarlo de manera óptima.
No obstante, ni el aprovechar al máximo cada milésima de segundo nos salvará del "tic-tac" final, la muerte.
No sé si sonará extraño, pero yo no me quiero morir. No es que le tenga miedo a la muerte, sino que, como dije en la primera entrada del blog, quiero encontrar una respuesta a todas mis preguntas, entre las cuales está el si tendré tiempo después de la muerte. Y mientras mi reloj continúa con la marcha atrás, yo sigo intentando hallar una respuesta para esta incógnita, y si alguno la encuentra primero, que vuelva aquí, y me la cuente.
sábado, 4 de abril de 2009
Queenstown (Última parte)
Comienza mi segundo día en Queenstown. Cielo despejado y una temperatura bastante agradable son los principales factores que caracterizan esta mañana.
A las nueve y media sale el autobús con dirección a los teleféricos, situados en una de las cimas que rodean las ciudad, que nos permitirán admirar algunas de las vistas más impresionantes que podamos imaginar.
Una vez en la cima me dirijo tan rápido como puedo a un balcón que me de la oportunidad de tomar unas buenas fotos. Casi casi hace falta pelearse con la gente para poder colocarse junto a la barandilla, pero vale la pena.
Allí estamos prácticamente dos horas. Yo aprovecho para tomarme algo en la cafetería, porque no he desayunado nada y estoy que apenas me tengo en pie. Mientras tanto, imagino como será cenar en el restaurante colgante, con la sensación de caer en cualquier momento pero al mismo tiempo disfrutando de una escena única.
A continuación emprendemos el viaje de vuelta, que incluirá dos paradas: la primera en Arrow Town (ciudad famosa en toda Nueva Zelanda porque es el lugar donde comenzó la fiebre del oro de este país); y la segunda, para hacer puenting.
Sin duda alguna, los edificios de Arrow Town (se conservan prácticamente todos los originales) recuerdan a esos pueblos fantasma del salvaje oeste.
De nuevo, aunque sólo dispongo de treinta minutos, decido irme a caminar por un sendero que, pegado al río, se pierde en el bosque.
El sitio es fantástico. Apenas se escucho un sólo sonido que no corresponda a la naturaleza: lejos de los coches, de las grandes ciudades... Tan sólo desentona el ruido producido por los motores del avión que está cruzando el cielo. Una de las muchas casas de mis sueños estaría en este lugar. a orillas del río:
Al dejar correr libremente mi imaginación, no me he fijado en la hora, por lo que en el camino de regreso al autobús me toca echar un carrerita.
Finalmente, el "bungee jumping".
El salto se realiza desde un puente de unos 80 metros de largo que cruza sobre un río que ha sido excavado en el duro suelo, por lo que paredes verticales de piedra están situadas en sus orillas.
No todo el mundo va a saltar. De hecho "sólo" la mitad del grupo lo va a hacer. Yo lo tengo muy claro, me dejaré caer al vacío. Pero cuando llega el momento de la verdad, las cosas son bastante distintas. Me encuentro con los pies atados en una plataforma de apenas un metro cuadrado que me sostiene a unos 50 metros sobre el agua del río. Torpemente me acerco dando saltitos hacia el borde.
Estoy listo. Siento como la mano de uno de los ayudantes agarra mi arnés. En ese momento me dice (él habla un poquito de español): "Para agua, salto grande, como Superman"
Todavía me lo estoy pensando. "Dejate de pensar y salta" Me digo a mi mismo. ¡Adelante!
En apenas tres segundos las cosas cambian por completo. Siento como el mundo a mi alrededor se distorsiona mientras que la superficie del río se acerca cada vez más rápido, y de repente siento el tirón de la goma y me encuentro con la cabeza bajo el agua. A continuación estoy "rebotando" boca abajo mientras una barquita se acerca para llevarme sano y salvo a la orilla. Para ser sincero, esta experiencia no puede describirse con palabras, hay que vivirla.
Con el pelo chorreando, subo emocionado las escaleras para reunirme de nuevo con el grupo.
Tan sólo por el hecho de saltar, todo el viaje ha merecido la pena.
De vuelta a Dunedin apenas puedo dormir porque en el interior del autobús hace un calor horrible, por lo que en cuanto llego a casa, me ducho, como algo, y me voy a la cama.
Mañana será otro día.
A las nueve y media sale el autobús con dirección a los teleféricos, situados en una de las cimas que rodean las ciudad, que nos permitirán admirar algunas de las vistas más impresionantes que podamos imaginar.
Una vez en la cima me dirijo tan rápido como puedo a un balcón que me de la oportunidad de tomar unas buenas fotos. Casi casi hace falta pelearse con la gente para poder colocarse junto a la barandilla, pero vale la pena.
Allí estamos prácticamente dos horas. Yo aprovecho para tomarme algo en la cafetería, porque no he desayunado nada y estoy que apenas me tengo en pie. Mientras tanto, imagino como será cenar en el restaurante colgante, con la sensación de caer en cualquier momento pero al mismo tiempo disfrutando de una escena única.
A continuación emprendemos el viaje de vuelta, que incluirá dos paradas: la primera en Arrow Town (ciudad famosa en toda Nueva Zelanda porque es el lugar donde comenzó la fiebre del oro de este país); y la segunda, para hacer puenting.
Sin duda alguna, los edificios de Arrow Town (se conservan prácticamente todos los originales) recuerdan a esos pueblos fantasma del salvaje oeste.
De nuevo, aunque sólo dispongo de treinta minutos, decido irme a caminar por un sendero que, pegado al río, se pierde en el bosque.
El sitio es fantástico. Apenas se escucho un sólo sonido que no corresponda a la naturaleza: lejos de los coches, de las grandes ciudades... Tan sólo desentona el ruido producido por los motores del avión que está cruzando el cielo. Una de las muchas casas de mis sueños estaría en este lugar. a orillas del río:
Al dejar correr libremente mi imaginación, no me he fijado en la hora, por lo que en el camino de regreso al autobús me toca echar un carrerita.
Finalmente, el "bungee jumping".
El salto se realiza desde un puente de unos 80 metros de largo que cruza sobre un río que ha sido excavado en el duro suelo, por lo que paredes verticales de piedra están situadas en sus orillas.
No todo el mundo va a saltar. De hecho "sólo" la mitad del grupo lo va a hacer. Yo lo tengo muy claro, me dejaré caer al vacío. Pero cuando llega el momento de la verdad, las cosas son bastante distintas. Me encuentro con los pies atados en una plataforma de apenas un metro cuadrado que me sostiene a unos 50 metros sobre el agua del río. Torpemente me acerco dando saltitos hacia el borde.
Estoy listo. Siento como la mano de uno de los ayudantes agarra mi arnés. En ese momento me dice (él habla un poquito de español): "Para agua, salto grande, como Superman"
Todavía me lo estoy pensando. "Dejate de pensar y salta" Me digo a mi mismo. ¡Adelante!
En apenas tres segundos las cosas cambian por completo. Siento como el mundo a mi alrededor se distorsiona mientras que la superficie del río se acerca cada vez más rápido, y de repente siento el tirón de la goma y me encuentro con la cabeza bajo el agua. A continuación estoy "rebotando" boca abajo mientras una barquita se acerca para llevarme sano y salvo a la orilla. Para ser sincero, esta experiencia no puede describirse con palabras, hay que vivirla.
Con el pelo chorreando, subo emocionado las escaleras para reunirme de nuevo con el grupo.
Tan sólo por el hecho de saltar, todo el viaje ha merecido la pena.
De vuelta a Dunedin apenas puedo dormir porque en el interior del autobús hace un calor horrible, por lo que en cuanto llego a casa, me ducho, como algo, y me voy a la cama.
Mañana será otro día.
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